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jueves, 10 de diciembre de 2009

El arte de las marcas. Clara de Paúl


El mercado del arte, como todos, depende de la subida y la bajada de las cotizaciones de sus productos, en este caso, las obras de arte y de sus productores, los artistas, pero en ocasiones, esto ocurre por motivos tan volubles como las tendencias o las marcas.

La obra de arte es objeto de deseo por parte de muchos coleccionistas por motivos muy diversos, estéticos o culturales son los más clásicos, pero en los últimos años, los motivos sociales se han puesto de moda y en este sentido, la fama, la marca o la reputación del artista se convierten en criterios fundamentales a la hora de invertir en una obra de arte contemporáneo, sin tener en cuenta el hecho artístico en si.

Hay muchos artistas que invierten en una buena campaña de márketing para conseguir esta ventaja competitiva respecto a los demás. El hecho de tener una marca, un prestigio, favorece a ese artista a la hora de futuras ventas, igual que si estuviésemos hablando de un Rólex o un Prada.

Este es el caso de Damien Hirst, de quienes reconocidos historiadores y críticos del arte como Robert Hughes han dicho que es un "hortera y un pirata" y que "su único mérito es la capacidad de manipulación". Sin embargo, desde que realizó su primera exposición importante de la mano del famoso publicista y coleccionista británico Saatchi se ha convertido, con sus animales en formol y la muerte como eje central de su obra, en uno de los tres artistas vivos más caros del mundo.

Lo más sorprendente de este fenómeno, es que la imagen de marca o prestigio social obtenido por razones y méritos ajenos a los estrictamente artísticos de la obra, acaba por convertirse en un factor de poderosa influencia sobre los propios círculos profesionales e institucionales del arte y de la crítica que orientan o condicionan el gusto de los aficionados y la demanda de los coleccionistas, en una suerte de bucle o feedback.

Un buen ejemplo de todo este mecanismo es, a mi entender, el otorgamiento del importante premio Turner en 1995 al ya citado Damien Hirst; galardón que arrojó más dudas sobre el buen criterio de los otorgantes que reconocimiento de los críticos sobre el premiado.

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